viernes, 29 de mayo de 2009

LA MUERTE DEL TERNERO

La tranquilidad de la siesta después del almuerzo se vio interrumpida por los quejidos que llegaban desde el establo. Doña Estela Delgado, la señora de la finca, nos dice: “Parece que el ternero sigue enfermo”, y junto con Amanda, una de sus hijas, sale a mirar qué le pasa. Después de un momento doña Estela regresa a la casa y le dice a Cristian, su hijo: “El ternero se nos va a morir, está muy mal y ayer no más vinieron a verlo para comprarlo junto con la mamá en $1.600.000, yo si seré de malas, se me dañó el negocio”.

Cuando acompaño a doña Estela de regreso al establo, lo que veo no es muy alentador: el ternero se encuentra tirado en el suelo y no deja de quejarse, tiene hinchado todo su cuerpo y da la sensación de que en algún momento podría explotar; tiembla, suelta espuma por la boca, se queja intensamente mientras seis personas lo rodeamos sin poder hacer nada. Amanda, en un intento de darle sosiego, le da agua con una manguera, y luego, después de casi quince minutos de dolorosos bramidos, el ternero muere, mientras su madre, la vaca Juanita, bala a lo lejos en el potrero, tal vez respondiendo a su llamado.

Acto seguido de la muerte del crío llega don Francisco, el esposo de doña Estela, y dice: “Qué pesar… ahora toca enterrarlo”. Don Francisco ordena a dos de los trabajadores de la finca y a Cristian su hijo que aten las patas del ternero con lazos para halarlo y poderlo sacar del establo. Después de que lo atan lo halan sin con seguir moverlo un centímetro, ya que el pequeño bovino pesa alrededor de 350 kilos. Entonces deciden intentar atando los lazos a la parte trasera de una vieja camioneta Chévrolet Luv modelo 86 que desliza sus llantas en el pasto mojado al acelerar y no consigue moverlo tampoco. Cristian, dice: “No papá, está muy pesado”, y él le responde: “Hágale otra vez”. Después de varios intentos ponen piedras debajo de las llantas de la camioneta y consiguen mover el cuerpo del ternero muerto.

Don Francisco ordena a sus trabajadores Robinson y Juan Carlos que abran el hueco para enterrarlo. Mientras ellos hacen esto, él coloca al ternero boca arriba y ata una de sus patas traseras y una delantera (o mano como él le llama) a un árbol hasta que el animal queda completamente estirado. Luego manda a su hijo a traer varios cuchillos para abrir uno de sus perniles, diciendo: “Quiero mirar cómo es esta enfermedad”. Cuando lo abre empieza a verse una gruesa capa de grasa y don Francisco con un dejo de tristeza dice: “Estaba gordo, nos lo hubiéramos comido en enero” y completa chistando: “Habrá que llamar al Padre para que haga la misa y lo enterremos, tenemos que esperar a don Olegario para que venga y le eche la bendición”.

Luego de un momento, cuando don Francisco ha abierto bien el pernil, me dice: “Mire la carne como está de negra y echa espuma”. Volteo a mirar y es como si los músculos del animal estuvieran hechos de ese material poroso con el que hacen colchonetas y sobre él se hubieran derramado grandes cantidades de tinta china. Don Francisco, con cara de impresionado me dice: “Esa bacteria ha sido tremenda”. Y luego le ordena a Robinson: “Vaya busque a don Olegario, dígale que el finado se murió”. Don Olegario es un hombre que debido a su conocimiento empírico sobre animales, mezclado con cierta superstición, en la comunidad se ha ganado el título de veterinario, sin serlo.

Después de un rato de hurgar el enfermo pernil, don Francisco dice que con éste ya no hay nada que hacer, y ordena de nuevo a su hijo Cristian que vaya a traer el hacha para cortar la pata. Después de un instante Cristian llega con el hacha y don Francisco de un solo golpe corta la pata del animal por la rodilla y yo siento un escalofrió que me sube por los pies.

“Miremos si esta bueno el otro pernil para hacerle comida a los perros”, dice don Francisco y empieza a abrirlo. Mientras hace esto me distraigo mirando los grandes ojos verdes, oscuros y vidriosos del ternero que han quedado bien abiertos, pero a la vez ciegos a la mutilación que estaba sufriendo en la parte baja de su cuerpo.

Después de despellejar el pernil y revisar que no tenga visos de la enfermedad, don Francisco lo corta con el hacha. Al parecer está bueno, aunque antes de que muriera se le había aplicado una inyección de retrovirus y habría que esperar un día antes de consumir su carne. “Mire ese pernilsote, dice don Francisco, esta bola pesa por ahí dos arrobas”, unos 50 kilos.

En ese instante llega don Olegario. Don Francisco le dice: “¡Se murió el animal y tan bonito que estaba!” mientras se vuelve y le señala la pierna que aun esta botando sangre negra. En esto don Olegario le dice con un gesto de afirmación: “Si ve, ¡yo le dije! esa enfermedad es así, mire como le atrofio los tejidos, eso es fulminante”.

El ternero al parecer murió debido a una enfermedad llamada carbunclo bacteriano producida por la bacteria Bacillus anthracis que forma esporas resistentes aún en condiciones adversas. El carbunco es altamente contagioso y ataca los bovinos, los ovinos, caprinos y rumiantes silvestres. Esta enfermedad por lo general es trasmitida por la vía digestiva y llega a causar la muerte repentina de los animales a los que ataca, se presenta por lo general con inestabilidad, hemorragias, convulsiones y asfixia. Todo esto mientras la víctima sufre un inmenso dolor al llenarse sus tejidos con líquidos que los infla y les da una apariencia de globo de feria, con su vientre hinchado y sus patas completamente rígidas.

Esta había sido la suerte del ternero con apenas un año de vida. Después de un rato, don Francisco pregunta si el hueco ya está, Robinson responde que sí, señalándolo. Cinco hombres toman el cuerpo y lo arrastran hasta depositarlo en su última morada suena un golpe seco contra el suelo, y don Olegario dice chistando: “¡Ay!, se desnucó”. Cuando miro hacia el hueco me doy cuenta de que éste es muy estrecho y todo el cuerpo del animal ha caído sobre su cabeza. De repente exclamo “¡Qué horrible!”, sin poder controlarme, y don Olegario me contesta: “Así es también con nosotros, sólo que se toman el trabajo de meternos en una cajita”.

Mientras cubren al ternero con tierra don Francisco manda a traer a Juanita para ponerle una vacuna y evitar que le pase lo mismo. Cuando la vaca llega a donde nos encontramos, empieza a balar y a oler por todas partes como reclamándonos a su hijo, da vueltas y vueltas como buscándolo en el prado, en el establo donde dormían. Logran atarla a un árbol y don Olegario, con destreza, le aplica la vacuna. Don Francisco dice: “Bueno, esto se acabó”, mientras los obreros acaban de tapar con tierra la improvisada tumba.

Después de un rato, a eso de las seis de la tarde, mientras salgo de la finca hacia mi casa, miro cómo unos vecinos están desenterrando de nuevo al ternero y le pregunto a don Francisco: “¿Por qué están haciendo eso?” y él me contesta: “Es que el vecino me pidió la cabeza para disecarla”.

Varias semanas después vuelvo a la finca y ya han vendido a Juanita. Nadie recuerda el suceso de la muerte del ternero. Al mirar el lugar donde enterraron al pequeño animal se ve a manera de lápida una casa para perros.

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